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sábado, 3 de octubre de 2009

LA REGION MAS TRANSPARENTE - CARLOS FUENTES (1958)


Y que no tenía que andar haciendo tratando de coserme ropa como la de la niña Pimpinela ni menos trabajando en un café de chinos entre hombres que no la sabían respetar a una: (Hortensia Chacón, dieciocho años, cara indígena pero muy fina, de facciones delgadas pero con la boca gruesa, trompudita, y esbelta pero pier-nuda) y allí me encontró él"
—Mi marido, sabe usted... uno de esos hombres no muy altos pero fortachones, robustos, de bigote espeso y pelo ensortijado. Por ahí debo tener una foto. . . "vestido de saco y corbata: eso era todo para mí, saco y cor­bata, entonces, que iba a tomar su vaso de café con leche y chilindrinas cuando salía del trabajo en la Secretaría de Hacienda: ¿cómo le diré, cómo me amó? sí, sigue siendo novedad, pese a todo, porque era como descubrir una ciu­dad —sí, esta ciudad—, darse cuenta del lugar en que es­tábamos, hacerlo nuestro por la ilusión del amor, por ser el sitio escogido, y olvidarse de todo para volar sobre sus azoteas y descender unos instantes a descansar, en un cine de barrio, en el bosque de Chapultepec, en una feria con pajaritos adivinadores, y por eso me casé con él y tuve sus hijos" Ya deben estar muy crecidos "y esperé a que me volviera a llevar al cine y a la feria (¿cómo se espera, señor? no, ahora lo sé: se espera sólo lo que no puede volver a suceder, se espera la repetición de dos, tres momentos del principio que nos marcaron y nos impidieron seguir adelante, al momento de la conformidad) —¿por qué, para qué esa memoria?; son dos, tres, instan­tes, el momento antes de un beso... así fue Donaciano; él no me dio a entender nunca que apreciaba mi espera, que quizá nunca me daría nada, pero que entendía (o por lo menos veía, sólo veía) mi es­pera de eso que nunca me daría; pero no, era el silencio, silencio de la carne (sí, aun cuando la suya creía vibrar dentro de mis cámaras de espera lenta y ávida, de gérmenes de más hijos helados) hasta cuando él creía excitarse y no lo lograba sino como un ejercicio sudoroso y mecánico: sí. Silencio de la voz, se sabe; impaciencia por volver con los amigos, por emborracharse a medias, sin alegría ni compa­sión, sin lograr en el licor llegar hasta sí mismo, a lo que debía ser una borrachera de hombre, suntuosa, horrible, no así, arrastrada y vergonzosa —o su amor con otras mujeres, que
también debió ser helado y sin asco, pero con más dichos (los que esperaba de esa mujer, porque iba en busca de dichos más que de sexo, iba en busca de dichos ¿sabe usted?, porque los dichos se pueden llevar y traer, y con ellos se puede impresionar en el círculo del prestigio y las alabanzas y las confidencias y la presunción, pero con el sexo no se puede hacer nada de eso, porque se consume en un segundo, se consume entre dos y ya nunca, ese mismo acto, puede recuperarse: es demasiado amargo para ser rela­tado en el prestigio, demasiado cruel y pequeño para impre­sionar a los amigos: vuela y sin embargo se queda dentro, a curar las heridas más hondas causadas por él mismo: allí sabemos lo que somos: yo quise saberlo, pelota de él, ca­verna de él, esperando alguna verdad de su contacto)
—Recuerda usted las pieles que se usaban entonces, las faldas de olanes y los sombreros, muy encajaditos o de alas anchas
"yo los quería, ¿quién no los hubiera querido?; y por eso decidí entrar a la escuela y trabajar de mesera para pagar­me la carrera (no, mi madre no entendió muy bien)...
creía que yo iba a adivinar el nuevo prestigio ganado en cada insulto, en cada bofetada, en cada burdel, en cada cantina (y debe haber sospechado que yo no, que yo sólo esperaba algo muy pequeño y tibio: beso, feria, cine, no sé, que nada tenía que ver con ese prestigio que se agotaba en un círculo de amigos; y asi me violaba, me exigía todo de la carne, me rajaba y se rajaba a sí mismo en un esfuer­zo divagado por darme toda la gloria de su machismo en un ejercicio mecánico, frío —y pensaba que al día siguien­te regresaría a una mesa y a un archivo donde recibiría órdenes y nadie sabría de sus proezas varoniles, eso debe haber pensado a la mitad de todos sus coitos conmigo por­que se aflojaba todo y sin embargo no me decía nada, no lloraba allí mismo, no quería admitir ninguna verdad, no quería sentirse pobre diablo —y así se hubiera salvado, pues pese a su desilusión habría recogido algo, dos dedos de mi amor y algo más de respeto, pero esto no lo sabrá nun­ca un hombre así, ¿verdad?, y seguirá buscando esos mo­mentos falsos, falsos de afirmación, ¿verdad?)
—Sí...
".. .los obligamos a creer su mentira, para siempre, hasta su muerte. Así fue..."
...—La vida sube y sube, señor, y él sin darme nada. Ya éramos cinco de familia, recuerda usted: mi mayorcita, Guadalupe, que ya debe estar muy crecida y hasta debe andar pintada; Chanito, que me decía las cosas que iba inventando, que me las dedicaba, en cuanto pudo saber algo, que lo entendió todo, que fue mi sostén en los úl­timos días con mi marido; y el niño Severo, el que se murió después. Ya éramos cinco, y por eso le dije a Donaciano, a mi marido, que yo trabajaría también, que al fin tenía mis cursos de secretaria para ayudarlo "se quedó tonto otra vez, buscando fuera de su vida, de lo que él era, algo masculino con que contestarme. Que te estés quieta, que tú de aquí no sales, que parece que no tuvieras marido e hijos, que parece que no trabajara como un negro, que no me salgas con lo de siempre, que te estés quieta, que te atreves de dudar que soy capaz de traer el pan a esta casa, que te crees que no sé la verdad, que nomás quieres encadenarme como si fuera un perro faldero, ¡poco te importa el dinero! es que me quieres tener aquí encerrado, es que no aguantas un hombre a tu lado, seca, seca, seca, no puedes conmigo y yo puedo contigo y tres viejas más. Todo eso me dijo"
—Yo me fui a buscar trabajo, y lo encontré, señor. Y en cuanto lo tuve me fui con mis hijos y él no pudo aguantar...

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